236. Dejar un escritorio: mudarse, instalarse.


235. Nuevos territorios: parque.

234. En el camino / Fragmentos para un relato de formación.

Bruselas. El viaje y la imposibilidad de la escritura.
O los paisajes del limbo.
«[…] pude comprobar que existe una memoria paralela a la que registra los hechos de la realidad sensible que nos permite reconocer ciertas cosas como ya soñadas, es decir, una memoria de los sueños que nos crea un pasado ajeno a nuestra experiencia o ya borrado de nuestra memoria. La muerte, la mudanza, el viaje, el retorno, son los grandes catalizadores de esas figuras simbólicas recurrentes, obsesivas y raras, cuya presencia latente produce interminables resonancias que nos distraen o nos dominan y nos impiden poner toda la atención en la escritura.»  (Salvador Elizondo. Camera Lucida. 1983.)

Bruselas, invierno de 2010. Mis ojos buscan alguna referencia apenas piso la calle. Escapo del hotel sin poder evitar que el cometido inmediato de estas horas de paseo sea ir cotejando imágenes del pasado. Trato de encontrar relación entre lo que se extiende frente a mí durante los primeros avances de la caminata y aquello que creía haber visto en un viaje anterior. Nada se corresponde. Como si, en una oscuridad total, mis ojos hicieran un esfuerzo por adecuarse a esa pérdida de orientación. Una sensación cercana al letargo tópico y al mismo tiempo indefinido de los sueños más difusos. Entonces sospecho de mi mente y me pregunto si es cierto que alguna vez he estado aquí. Porque estuve aquí hace unos años, pasé un día entero (desde la madrugada hasta las primeras horas de la noche) merodeando por estas mismas calles y a pesar de ello no recuerdo la ciudad. Permanece oculta para mí. Caminarla ahora con esa sensación de extrañeza orilla a la incertidumbre y provoca un fácil e inmediato cuestionamiento sobre la realidad. Ni un solo detalle que haya conseguido prevalecer sobre el lugar. Mi álbum fotográfico registra la visita en 2006 y es esa certeza lo que vuelve avanzar por sus calles apagadas una experiencia desconcertante. No ha pasado mucho desde entonces. Llegué por la mañana a la Gare Centrale, recuerdo eso y un olor a pan recién horneado, dulce. No había salido de la estación y ya había una vendedora de waffles en el hall. No recuerdo más que aquel olor artificial.

Ahora me detengo en un doble esfuerzo: primero en el ejercicio de torpe evocación que ha hecho evidente el deterioro del recuerdo. Una memoria que ha perdido sus rasgos fundamentales, de forma tal que relatar los hechos pasados se vuelve para mí una empresa insostenible. Después en el impedimento de avanzar con claridad a lo largo de esta página. Preso de violentas distracciones lanzo puntos que se desperdigan sin relación visible. Ya siento que pierdo el hilo de la historia y mi hipotético lector no sabe en dónde situarse. Comienzan aquí a hacerse latentes los primeros síntomas de mi condición: el punto en el que la escritura me parece imposible. Tropiezo en el intento por revivir la experiencia y no logro convertirla en relato. Los datos se revuelven en mi interior. El exceso de referencias se desborda y los párrafos carecen de orden. ¿Hace cuánto tiempo que no logro un ejercicio así? Detenerse unas horas frente a la computadora, vaciar una mínima experiencia andando por la ciudad, cualquier ciudad. Una intención que he repetido más de una vez, como un ejercicio personal. Meses enteros de cansado silencio. La modernidad nos ha enseñado ya que el arte no es reducible a la obra y sin embargo en mí prevalece la congoja. Me siento, de la misma forma que al iniciar el paseo por un lugar doblemente desconocido, caminando a tientas a lo largo de un corredor del que ignoro la salida. La vanguardia clásica basta para dar cuenta de una jerarquía de artistas sin obras: artistas suspendidos en un territorio aparte, artistas del anonimato, del limbo. No me consuelo, mi relato superpone dos viajes y se pierde en el obstáculo de su escritura.

Avanzo a pesar los obstáculos: la dificultad para encontrar un hueco en mis horarios y poder pasear por la ciudad; la aglomeración de gente que entorpece las vistas. Esta vez, apenas cruzo la  Boulevard de l’Imperatrice Keizerinlaan y entro por lo alto a la Place d’ Espagne comienzo a darme cuenta de algunas de las razones que han inhibido la presencia de esta ciudad en mis recuerdos, por ahora no hago caso y me dejo llevar en el disfrute de lo inédito. No he venido a hacer turismo. Mi desplazamiento se ve justificado por razones de trabajo, sin embargo hago lo que cualquier turista. La primera vez que vine a la ciudad no pernocté aquí una sola noche. Aún así repasé los caminos acostumbrados por todos los visitantes. El Palais de Brixelles; las Galeries royales Saint-Hubert. Trayectorias repetidas al pie de la letra. Existen estadísticas que confirman los íconos más fotografiados. La Cathédrale Saint-Michel; el Manneken pis. Hoy debo hacer un esfuerzo para incorporarme al goce banal de esta actividad. Busco un momento oportuno para escapar y lanzarme al anonimato que me brinda el turismo. Tal vez en ello radiquen mis principales dificultades al momento de evocar este viaje. No consigo ordenar mi trayecto de forma que su narración resulte sencilla precisamente porque mi recorrido se ve interrumpido continuamente. Paseo de manera fugaz. Camino pero al cabo de unas horas debo volver al hotel para concertar una reunión o asistir a una conferencia. Así una y otra vez. Imagino entonces que mi viaje a esta ciudad es un racimo de pequeños viajes reunidos sin orden en el centro de Europa. Porque Bruselas, se dice, es el centro de Europa. Me figuro que visitar ese centro es caminar por un lugar imaginado o soñado en el que los caminos se simplifican y uno salta sin problemas de un lugar a otro. No existen espacios intermedios y es todo una abrumadora simplificación.

En un principio me sorprende la idea del desconocimiento, avanzo repitiéndome una comparación: es como si nunca hubiese estado aquí. Pruebo atajos y rodeos aleatorios para alargar la llegada a la Grand Place, como buscando encontrar alguna revelación a la extrañeza que la ciudad me causa. Lo hago así pues la recurrencia de los folletos comerciales que promocionan el lugar como destino turístico, me ha impuesto su imagen como un recuerdo propio y lo que busco, precisamente, es el amparo de alguna sorpresa que lo vuelva más real. En los nudos que hago por las calles aledañas posponiendo esa explanada cubierta de adoquines comienzo a advertir una primera claridad. Reconozco una esquina, la acera frente una tienda de ultramarinos o la entrada a un corredor comercial con grandes escaparates. Voy encontrando las correspondencias. El parecido de la perspectiva con aquella plaza que visité en París, o el final de una calle que es equivalente al fondo que aparece en una de mis fotografías de Praga. Caigo en cuenta de que la anarquía latente que puebla todas la evocaciones que hasta la fecha he hecho de Bruselas, se debe a un ejercicio de superposición que la memoria ha acostumbrado durante años. Veo desdoblarse frente a mí una serie de imágenes que he colocado antes en otros geografías. Espacios que durante mucho tiempo he creído que pertenecen a otros países, a otras localidades europeas. Como si Bruselas fuese un tremendo tapiz que une muchos lugares, o como si viajar fuera en realidad un mismo recorrido interminable, en el que se impone el pensamiento y entonces lo que menos importa es el territorio por el que uno se desplaza. Dudo sin embargo de mi y de la autenticidad de todos mis recuerdos. Moverse, a fin de cuentas, quiere decir renunciar al espacio habitual, de manera que los lugares extranjeros son la oportunidad para una nueva vida, pienso, para cuestionar la autenticidad de esa vida.

Exhausto como estoy me pregunto si finalmente ha valido la pena elegir esta experiencia para destacarla sobre otras y convertirla en relato. No encuentro en ella más que dificultades; obstáculos a lo largo de su triple recorrido. Pues al paseo del recuerdo se la ha sumado, primero, un segundo viaje, y después, el desgastante intento de su escritura. Quizá la selección se deba a la esperanza de que un resquicio fuera de la normalidad habitual me de los elementos para salir de mi parálisis. A fin de cuentas, ¿no es eso lo que se espera siempre de los viajes.? El viaje, en el mundo y en el papel, dice Claudio Magris, es un continuo preámbulo, un preludio de algo que siempre está por venir y siempre a la vuelta de la esquina. Sí, como un limbo, como una tierra de nadie, como un agujero sin definición todavía que no es final ni principio. El limbo es un borde, una orla intermedia entre el cielo y el infierno, pero es también un lugar donde se transita libremente. Sin la carga material que suponen el tiempo y el espacio. Tal vez con la posibilidad de revolverlo todo, de hacer efectiva la unión de elementos que pertenecen a lugares muy diversos. Porque a final de cuentas, el viaje es también en si mismo una escritura, una digresión de la experiencia que permite moverse en todas las direcciones. Es entonces que abandono mi intento convencido y conforme de su lógica de obra inacabada, como la de todos esos artistas de la renuncia que han privilegiado la experiencia sobre el objeto. Mi experiencia es un preámbulo continuo capaz de comprobar que existe una memoria paralela que registra los  hechos de la realidad sensible y crea un pasado ajeno a nuestra experiencia. Tal y como ha sucedido con Bruselas. Sin ser capaz de definir qué es mi imaginación y qué es Bruselas; qué es Europa y qué es el ejercicio del sueño y la memoria; qué es el viaje y, acaso si existe entre ellos una diferencia posible, qué es la trayectoria de la escritura.

233. Walking as an art.

232. Cap. I. Laveaga

231. Cap. I. Laveaga

230. Cap. I. Laveaga.

229. Nuevos territorios: sombra.


228. Miró el país.

227. Cartografía.


226. Dejar un escritorio: mudanza.

225. Nuevos territorios: ruina.

224. Nuevos territorios: abecedario.