90. Ventana I.

89. Bill Evans.


88. Instrucciones.

87. Poeta que nos habita.

86. Inicial.

85. Requiem por una libreta urtada.






84. Cosas encontradas en la calle. (En el camino).


Kafka en la calle Elisabets.

83. Dedicatoria.




Día nublado de verano. El cielo que se cierra, oscuro. Y el sofoco. Todo el sofoco. Salgo a caminar en pantalones. Pantalones gabardina. Camino y la mañana. Manos al bolsillo. Sudor en la camiseta. Caminar y turismo. Pasear turismo. Sigo siendo ese turista de este sitio. Y ese turista literario de tus territorios. El paseo cambia su dirección en el barrio del Raval. Doblo a mi mano derecha y decido ya. Voy a mirar libros. Esas estanterías repletas. Esos ejemplares y ejemplares inundando las mesas, los mostradores, los libreros. Voy y vengo entre los cuadernillos. Miro, leo las contraportadas. Husmeo las solapas, las otras referencias, conexiones,. Biografías de escritores, colecciones. Retándome con el deseo. Alborotando la cartera. Veo títulos y títulos. Encuentro incluso lo que buscaba. Poética del café, Antoni Martí Monterde. Pero entonces otro individuo rojo y pequeño se me cruza de frente. Historia abreviada de la literatura portátil. Colección compactos de Anagrama. Me paseo. Voy por los pasillos de un lado para otro. Analizando ambos ejemplares. Hago mis cuentas, intento saber cómo atenta contra el presupuesto. Sobo la cubierta. Paso la mano por su lomo. Leo y vuelvo a leer la contra portada. Pienso así en tu Doctor Pasavento, en las hojas finales de tu Doctor Pasavento, también rayoneadas, escritas a mano, como éstas. Con esa constante tan insistida en esas frases: el pienso que pienso. Y el pienso que pienso en ti que me toma preso, que me coge de los pelos. Te pienso que pienso y a la caja. Cuento las monedas. Pago. Me ofrecen una bolsa en catalán y yo no entiendo. Salgo. Dos libros en la bolsa, calle Tallers. Voy andando, y, desesperado, entro al ejemplar. Hay que saber qué dice ahora Vila-Matas. Dices que Vila-Matas y tú se parece en eso de las mariconadas. Vila-Matas que te gusta de esa forma y este libro rojo que desde un comienzo me dice tu nombre. Me dice que te quiere pasando los dedos por entre sus ciento veinticuatro páginas. Andando. Voy andando. Voy caminando y leyendo. Pienso en mi poeta mazatleco. –Dan ganas, sí, ganas de caminar. Ganas de ir caminando y escribiendo.- Sí, tengo que contártelo: voy andando con este libro ahora ya tuyo. Voy y me paseo. Esa cantidad infinita de paseos en espiral. Donde yo me paseo por la líneas de la calle y el libro se pasea por/entre mis manos. Y así, de una sola vez yo me paseo ya por la líneas de este libro. Voy y voy por las líneas, y voy y sigo el camino de las líneas desde la puerta de la librería hasta la puerta crujiente de mi piso. Voy y me paseo. La gente me mira. Esquivo patinetas y turistas. Voy pendiente de reojo en una lectura simultánea. Por un lado la calle. En el fondo el difuso movimiento. El fugaz e indefinido movimiento de afuera. Por otro lado. Interior. Doméstico. Íntimo. El libro. La líneas y las líneas del libro. Walter Benjamín y Duchamp. Íntimos. Almas gemelas. París. Dos turistas hablan en francés. Un chico pasa de frente estirando entre el pecho y la barriga una camiseta roja de Amelié. Almas gemelas y Amelié. Almas gemelas y París. Vila-Matas dice muchas otras mariconadas en un libro sobre sus años en París. /Lo que está reducido se halla en cierto modo liberado de su significado. Su pequeñez es, al mismo tiempo, un todo y un fragmento. El amor de lo pequeño es una emoción infantil/ Sigo leyendo. Leo y camino. Una hoja de un árbol me cae sobre el libro abierto. Es una hoja seca, perdida en el otoño perdido del verano. Ahí se queda, entre otras hojas. El amor de lo pequeño es una emoción infantil, sigo. El ritual de lo portátil. De lo mínimo. El equipaje, convención de exilio. Pasaporte. Vagabundo. Nomadismo. De nuevo ese pienso que pienso. Y allí la convicción necesaria del registro. Comienzo a rayonear las primeras páginas de tu libro platicando sus antecedentes. Te pienso que pienso y me convenzo de toda mi voluntad de registro. Voy a registrarlo: leer, pensar en ti, caminar; y las ganas de ir caminando y escribiendo. Lo portátil. La vida portátil. El ejemplar portátil. La computadora portátil. Mi novela que es portátil y la llevo y la traigo a todas partes. ¿Eres tú portátil? = te llevo y te traigo a todas partes. Encajada, metida. Y te pienso que pienso. Todo un universo en el bolsillo / Pantalón gabardina. Todo el mundo reducido a una maleta. Como las noventa y dos maletas de Tulse Luper para explicar el mundo. Recuerdo a Miler: esa mujer en lugar de coño tiene una maleta. Lo portátil. Ya cerca de mi piso cae otra basura sobre la página diecinueve. Parece una pluma percudida. Acumulo piezas suelas de la calle dentro de tu libro. En lugar de libro tengo una maleta. Lo portátil, y tu hoja y tu pluma. y tu coño. Y te pienso que pienso, y el registro. Y mi letra chueca, fea, rayoneando tu libro. Y mi mala ortografía. Y nuestras bibliotecas. Y nosotros.

82. Glenn Gould.

81. Trenes.

80. En el camino / Fragmentos de un relato de formación.

Deriva mazatleca;
o vacacionar dentro de casa.
Contrario a las reglas que la definen, la deriva comienza esta vez antes de la caminata. Comienza con dos imágenes de gran potencia individual. La primera habita la memoria casi desde la infancia. Practicada más de una vez con una vieja cámara de vídeo Hi8 que me prestaba una de mis tías. La segunda, pensada antes y alimentada años después por los azares combinatorios de la imaginación, con la lectura de un libro de Octavio Paz que a su vez me hace pensar en un libro de Mario Levrero. La primera imagen es un simple recorrido de la vista, lento y extendido. El ojo mira, repasa, curiosea de un lado a otro por una estantería. Es una estantería vieja y a la vez renovada. Es mi propia estantería, la de la habitación que, a pesar de los años, sigo teniendo en la casa de mi madre. La segunda imagen es una caminata. Pero no se trata de un paseo recreativo y gozoso, es una caminata desconcertante. Un hombre elige su camino pero al mismo tiempo, vuelve a su hogar luego de una ausencia prolongada y, a pesar de encontrar en el espacio de la ciudad las cosas dispuestas de la misma forma que han estado siempre, siente un desconcierto que lo confronta. Todos los elementos colocados ordenadamente, en su sitio justo, y él no puede evitar sentir que todo alrededor es distinto. Que, sin que él pueda verlo, por que aquellas construcciones y aquellas formas permanecen estáticas ante su mirada, todo se cae a pedazos y se transforma en un caos absoluto. La realidad o la memoria, mudando su domicilio. 

Ambas imágenes, en principio, parecen no guardar una relación de afinidad, ni entre ellas, ni con mi conciencia lúcida, sin embargo, aparece el paseo que estimula siempre la imaginación y las elucubraciones. Voy de vacaciones a mi casa. Una frase que dicha así no consigue coherencia. Se entiende incluso como una contradicción casi obvia. Un vacacionista, podemos creer, se desplaza, viaja, potencia su libertad y busca un sitio distinto al cotidiano para vaciarse de lo comunes arrebatos de la vida de a diario. Aunque no sea una condición absoluta, aunque haya a veces numerosos impedimentos para emprender esa huída (económicos, familiares, políticos, de salud), confiamos en que la vacaciones implican la salida de casa. No por nada otras palabras relacionadas provienen de la misma familia, vacare: vagabundo, vacuo, vacante; vacaciones. Paseo entonces como hago y escribo habitualmente, pero esta vez, lo hago por casa. Lo hago por esa casa en la que tengo una habitación a pesar de haberme ido hace diez años, y lo hago también por la ciudad en la que habita esa casa y en la que habita mi madre y mi acta de nacimiento. Soy un vagabundo que, ocioso, libre por un pequeño lapso de tiempo, desembarazado de sus obligaciones, deriva sintiendo que restituye para sí mismo el paraíso perdido.

La deriva es un paseo que trata de oponerse a las nociones clásicas de caminata y viaje. El fin es reconocer los efectos de la llamada psicogeografía. En la deriva una o varias personas se abandonan renunciando durante un tiempo a los motivos habituales para desplazarse: trabajo, escuela, casa; destino fijo. En su lugar el que pasea se deja llevar por las demandas del terreno. Va a la deriva tomando trayectos aleatorios que responden sólo a sus impulsos y a los estímulos que el territorio va desdoblándole delante. El ejercicio fue planteado en sus inicios por el filósofo francés Guy Debord y la organización artística la Internacional Situacionista, su objetivo era establecer una reflexión sobre las formas de ver y experimentar la vida urbana. Algo que hoy, cargado de su frivolidad pertinente, podría acercarse más al turismo experimental1. Pero, ¿cómo es que mis vacaciones por casa se convierten sin más en una auténtica deriva? Paseo de pronto, luego de años de ausencia por los pequeños recovecos de mi casa. Voy andando, derivando sin rumbo definido por los caminos que me dicta mi casa. El patio en el fondo con el ficus crecido haciendo sombra. El piso rojo ladrillo que pintaba en los veranos. La escalera con las manchas del que baja corriendo y se apoya en el muro próximo al descanso. Luego el pasillo, la salita de tele en la que duermo más de la mitad de las noches y al final la habitación de la infancia. Los mismos muebles, la ropa abandonada, todavía en pilas dentro del armario. Y allí las dos imágenes iniciales que son una sola imagen que invoca la deriva.

Derivo por la estantería de mi vieja habitación como si los años no hubieran pasado y a pesar de esa exacta pulcritud, de ese tiempo detenido allí, mi condición vacacionista se reitera, se hace latente, se me repite cada vez que los estímulos de mi deriva me hacen experimentar sentimientos, sensaciones. Algunas son físicas: estornudo por el polvo o escucho tronar una rodilla cuando me agacho a las repisas más bajas. Otras, las más, son sentimentales: los recuerdos asaltan la memoria y picotean incluso los lagrimales. Es entonces que me pierdo, totalmente, en un paraje ya desconocido, a pesar de que, como el caminante del libro de Paz y de Levrero, soy conciente de que nada se ha movido en años pero a la vez siento como todo es radicalmente distinto y diferente. Los dedos escarban y voy encontrando los títulos más adolescentes. Luego paseo por muchos que dejé sin leer por que al final no eran aptos para mis amorfos hábitos de lectura. Entonces me encuentro sin enlaces previos o dilatadas transiciones escogiendo el camino de Galta. Convencido de que había yo ido por ese paraje alguna vez, pero seguro de no haber abierto nunca esa página de la antología azul de Octavio Paz que, en un arrebato de sabiduría, hice comprarme a mi tía, la de la cámara, cuando tenía quince o dieciséis años.

Entonces decido que lo mejor será escoger el camino de Galta, recorrerlo de nuevo… Pienso que, precisamente al comenzar la caminata, tampoco sabía adónde iba ni me preocupaba saberlo. No me hacía preguntas: caminaba, nada más caminaba, sin rumbo fijo. Iba al encuentro… ¿de qué iba al encuentro? Entonces no lo sabía y no lo sé ahora2. Perderme derivando por ese paraje desconocido, como si Galta y como si mi estantería fueran un mismo territorio lejano, me produce una sensación muy extraña. Como un arrebato exageradamente rápido. Como esas veces en las que uno se despierta de repente y no está en su habitación si no en otra cama, y siente un absoluto desconcierto. Pero no es un desconcierto fantástico, no. Uno sabe perfectamente por que no está durmiendo en su cama. Se fue de viaje, fue invitado a pernoctar en otro sitio. Visitó a alguien y se hizo tarde. La noche cayó de sorpresa y como la fiesta se alargó más de la cuenta no hubo manera de volver hasta casa. Lo que sea. Uno sabe por qué ha aparecido en esa cama, pero en el instante justo en que se ha despertado no lo sabe. Caer en cuenta del cambio que ha sufrido la rutina toma sólo unos segundos, pero esos segundos, son una confusión de grandes proporciones, una congoja insuperable, y la mente y el cuerpo y la realidad, derivan, se pierden, no encuentran la dirección fijada previamente y aquello se vuelve, sin saberlo, un viaje interminable, unas vacaciones permanentes, pero en casa. Una evidencia del ensueño que es a veces volver de nuevo al lugar del que se ha partido. Como si todo siguiera intacto, dispuesto en su sitio antes fijado, pero siempre, irremediable condición, absolutamente distinto que antes. La realidad y la memoria, mudando su domicilio.


1 Nueva aproximación al turismo en la que los viajeros no visitan los habituales lugares turísticos, o si lo hacen, modifican su trayecto dejando que sea el azar o el capricho lo que los guíe. El concepto fue desarrollado por Joel Henry, director del Laboratorio de Turismo Experimental en 1990 y puesto en práctica por Lonely Planet en 2005.
2 Texto en cursivas: Paz, Octavio. El Mono Gramático. Seix Barral. Barcelona: 2001. P. 11.

79. Post robado a José Ángel Cilleruelo.



78. Cosas encontradas en la calle. (En el camino).

77. Cosas encontradas en la calle. (En el camino).

76. Cosas encontradas en la calle. (En el camino)

75. Cosas encontradas en la calle. (En el camino).

74. Postal

73. Coleccionar

72. Vocabulario

71. Portrait




70. Maleta